AFP. Avanzan cordillera adentro deshojando rabiosamente el paisaje verde con sus manos, cosecha tras cosecha. Son cuadrillas de mujeres con sus bebés, pero también de colonos y migrantes que trabajan en los prósperos enclaves cocaleros, a pesar de la cacería antidrogas en Colombia.
Incrustados en las montañas del Cauca, en el suroeste del principal país productor de cocaína en el mundo, están los territorios de «San Coca«, llamados así por la devoción al cultivo que lo provee todo.
Son hasta 10.000 personas que se volcaron a la siembra prohibida después de cosechar pérdidas con la yuca, el maíz, el café y la caña. «No nos consideramos parte del Estado, porque para el Estado no existimos o bien somos un estorbo», señala Reinaldo Bolaños, un líder comunitario.
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La AFP llegó a estas aldeas del río Patía donde se consolidó «la economía de la coca«: un entramado de actividades en torno al cultivo y procesamiento de la hoja de la que se extrae la cocaína y que controla grupos armados.
Por décadas la guerrilla fue autoridad de facto. En 2016, cuando firmó la paz, salió del Cauca para su desarme. El Estado, que en teoría debía llenar el vacío, nunca llegó y los rebeldes están de vuelta.
«La coca ha nacido como respuesta al abandono institucional (…) y le ha permitido a toda la población de estas localidades alcanzar un mínimo de dignidad», explica Azael Cabrera, portavoz de Agropatía, que reúne a 12 comunidades o corregimientos rurales que componen el primer eslabón del negocio ilícito.
Después de medio siglo de guerra contra las drogas, el polvo blanco sigue saliendo por toneladas hacia Estados Unidos y Europa, principalmente. Durante este tiempo, diez gobiernos han tratado infructuosamente de acabar con el negocio que financia a alzados en armas y ejércitos que creó el narco, con un alto costo en vidas. Las millonarias ayudas antinarcóticos de Washington tampoco han funcionado.
– El poder real –
Cuando no asoman los militares, aquí mandan fuerzas rebeldes. Su presencia se advierte en vallas y afiches de Carlos Patiño, un comandante guerrillero del Cauca caído en combate en 2013 y cuyo rostro barbudo es la imagen del nuevo movimiento armado.
Los cocaleros saben dónde están y cómo se mueven los «señores», en su mayoría jóvenes que acampan en las montañas o rondan los centros urbanos.
Aunque el grueso de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se desarmó en 2017 – un año después de firmar el acuerdo que debía terminar con un conflicto de medio siglo -, cientos de disidentes quedaron activos.
Atraídos por el boom cocalero, «volvieron hacia finales de 2019» a la cordillera del Patía, dicen resignados los campesinos.
Regresaron con fusiles nuevos pero con el credo revolucionario de siempre, para mediar entre narcotraficantes y campesinos, y cobrar su propio impuesto por cada gramo de pasta base que se procesa en estos territorios.
Una cosecha de coca se sucede tras otra. Son cuatro al año contra dos que, por ejemplo, arroja el café, emblema del agro colombiano. Cauca saltó de las 5.900 hectáreas de cultivos de coca, en 2010, a las 16.544 el año pasado, según el monitoreo anual de la ONU.
«Pasaron los acuerdos de (paz de) La Habana y aquí nunca se asomó el ejército. Hoy esta zona nuevamente está cogida por grupos armados al margen de la ley (…) Hemos aprendido que el que tenga las armas, lo tenemos que respetar», concede Reinaldo Bolaños.
Los disidentes imponen su propio código penal. «El campesino no tiene autoridad sobre ellos, no puede decir que se vayan, no le queda sino permitir que lleguen. Pero no por eso somos guerrilleros ni narcotraficantes», enfatiza el «profe Azael».
Dentro de los cultivos ilegales se ven familias enteras, ancianos, madres solteras con sus hijos, gente que llegó empobrecida de las ciudades y venezolanos que erraron por meses hasta llegar aquí.
«El alumno que no tiene clases o está en receso escolar, también se va a las fincas a raspar y con eso aporta a sus estudios y al sustento de su casa», ilustra Abel Solarte, dirigente comunitario.
Siendo aún menor de edad, Karen Palacios migró de Bogotá al Cauca junto a su pareja, un hombre oriundo de la región. Hoy ella tiene 20 años y una hija de dos.
Pasó por El Plateado, al otro lado de la cordillera, donde aprendió a «raspar coca a mano limpia» antes de separarse y quedarse a cargo de Dana. Cruzó la montaña y llegó a los enclaves del Patía expulsada por la violencia de los grupos que se enfrentan por el dominio de los plantíos y su transformación en pasta base para la cocaína.
«Me tocó sola con mi hija, la llevaba a los cultivos y cargaba un ‘camping’ o una hamaca para que durmiera mientras trabajaba». Karen consiguió guardería para Dana, pero con la pandemia cerró todo y de nuevo tuvo que llevar a la pequeña a la recolección.
Después de que el virus hundió el negocio familiar de zapatos, también migraron a Cauca el papá, la madrastra y el hermano de Karen. Todos se hicieron raspachines.
De 28 años y con cuatro hijos, Lorena Guevara también va «a raspar» con su bebé de un año y antes que ellas, Miriam, de 34 y viuda desde hace cinco, pasó por las mismas. «Muchas de nosotras no tenemos esposo y tenemos nuestros hijos, y si nos vamos a raspar vamos a conseguir su alimentación, su vestimenta», justifica Dora Meneses, portavoz de un grupo de 60 recolectoras.
– El boom –
Entre 2016 y 2018 la ONU calculó que hasta 201.000 familias se dedicaron al cultivo, poco más de un millón de personas, lo que a la fecha representaría el 2% de los 50 millones de colombianos.
El boom cocalero llegó esos años de la mano del acuerdo de paz con las FARC, que ofreció a los cultivadores compensaciones económicas y el fin de la persecución judicial si destruían sus cultivos ilegales voluntariamente.
Autoridades y expertos coinciden: los campesinos interpretaron el pacto como un incentivo para plantar más y recibir mayores beneficios por la erradicación. También hubo mayor demanda de cocaína y se fortaleció el dolar con respecto al peso colombiano, lo que elevó el precio de la pasta base.
En 2017 el cultivo de coca se disparó hasta alcanzar el récord de 171.000 hectáreas. Aunque oficialmente unas 100.000 familias aceptaron destruir sus matas, la erradicación voluntaria no caló en Cauca por desconfianza hacia la palabra del gobierno, y la producción siguió con la mano de obra de colonos y migrantes.
Migrantes
Desde una Venezuela en quiebra, llegó Yeison Enríquez con su esposa y tres hijos. Creía que la coca era una «mata ilícita», pero ahora defiende «una fuente de trabajo» para él y su hermano, que también migró para meterse en los cultivos.
«En la ciudad no contamos con esa oportunidad, en el campo siempre hay trabajo y si erradicaran la coca me vería en la obligación de migrar otra vez», anticipa Enríquez.
En 2020 Colombia logró reducir los cultivos hasta las 143.000 hectáreas después del récord de 2017. Sin embargo, ese año la producción de clorhidrato de cocaína se mantuvo estable (1.228 toneladas) por un mejor rendimiento del cultivo, según la ONU.
Convencido de que el narcotráfico puede ser derrotado, el presidente Iván Duque se embarcó en una agresiva política de erradicación de cultivos que pretende reforzar con fumigaciones aéreas con glifosato, suspendidas desde 2015 ante las sospechas de que el herbicida es dañino para la salud humana y el ecosistema. El reto está servido.
«No queremos quedar en la miseria. Estamos organizándonos en resistencia, para marchar, a protestar, irnos a paros», advierte el líder Solarte.
Los cocaleros se jactan de haber expulsado a militares y erradicadores. El ministro de Defensa, Diego Molano, reconoce que el gobierno ha intervenido con «menos intensidad» en el Cauca por el riesgo de violencia contra la fuerza pública.
«No les vamos permitir a estos grupos que sigan con esa dinámica delincuencial», advirtió. El 11% de los 96. 893 presos tras las rejas en Colombia son sindicados o condenados por tráfico, fabricación o porte de estupefacientes, según el sistema penitenciario.
Entre 2016 y 2018 la ONU calculó que hasta 201. 000 familias se dedicaron al cultivo, poco más de un millón de personas, lo que a la fecha representaría el 2% de los 50 millones de colombianos.
– Sin par –
Las montañas del Patía son un hervidero de raspachines. «Cualquiera que cultive y procese la hoja tiene garantizada su compra de antemano», asegura Antonio Tamayo, un líder de 40 años.
A los cocaleros les adelantan recursos para que siembren. ¿Quiénes? «Los intermediarios de los narcos«, responde este hombre que llegó al Cauca proveniente de Antioquia, a 700 km de distancia, tras la erradicación en esa zona.
Los campesinos se deslindan de la parte más lucrativa del negocio. «Nos categorizan como narcotraficantes (…), pero los que comercializan los excedentes son otros. La mayoría de los campesinos no participan casi del comercio», subraya el dirigente Azael Cabrera.
Aun así, con lo que les corresponde del negocio, les basta para no ser pobres. Una hectárea «bien sembrada«, explica Antonio, puede dar hasta 400 arrobas de hoja y a cada una se le puede extraer entre 23 y 27 gramos de pasta base. Por gramo reciben unos 2.800 pesos en promedio (setenta centavos de dólar).
Un finquero puede ganar el equivalente a 6. 500 dólares por hectárea en cada cosecha (cuatro al año). Entre tanto, un raspachín o recolector experto se lleva hasta 37 dólares por jornada, en un país con un salario mínimo de 8 dólares diarios.
«Los intermediarios buscan a cada finquero. Ellos le compran el producto y se lo llevan, no tiene que pagar ninguna clase de flete», dice Antonio. El mercado busca al campesino y no viceversa.
– Prosperidad a la vista –
Los territorios de «san coca» se interconectan por caminos que la lluvia convierte en lodazales. El tráfico es incesante. Los furgones que autoriza la guerrilla pasan uno tras otro vendiendo gasolina, helados, pan, ropa. La economía de la coca creó una comunidad de consumidores.
Zigzagueando por las trochas se llega a centros urbanos. Hay obreros pavimentando los accesos o encaramados en andamios embelleciendo las fachadas de viviendas. El comercio bulle.
Con la bonanza cocalera hubo un «boom de la construcción», explica el líder Reinaldo Bolaños. A partir de colectas, los cocaleros aseguran que mejoraron los caminos y dotaron las escuelas.
«La coca, la gran diferencia que marca, es que nos da para alimentarnos y también nos da para cubrir lo que el gobierno deja de hacer», reclama Bolaños.
En la cordillera todos temen el regreso del glifosato. El recuerdo compartido es el de poblados en ruinas, gente desplazada y casas abandonadas con candados en medio de una naturaleza muerta.
Las avionetas rociaron el herbicida en 1984, volvieron en los noventa y 2008. «La aspersión aérea es prácticamente un asesino para estos pueblos», resume Reinaldo. Las comunidades del Patía también se alistan para enfrentarlo.
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