Pero el oficio de librero, tal como yo lo conocí en mi adolescencia, ha cambiado. Amazon, ese vasto océano librero, instauró una metamorfosis irreversible.
Por Alberto Manguel. NUEVA YORK — Mi primer empleo fue en 1963, en una librería angloalemana de Buenos Aires llamada Pigmalión. Yo tenía 15 años, iba al colegio por la tarde y a la librería por las mañanas. Los primeros seis meses no hice más que pasarles el plumero a los libros. “Así usted aprende qué títulos tenemos y dónde están ubicados”, me dijo la dueña, la señorita Lili Lebach. “Un librero no sirve para nada si no conoce sus libros”.
Desde esos años, incontables librerías han jalonado mi vida. En dos o tres trabajé un cierto tiempo, pero en la mayoría de ellas fui un cliente empedernido. Siempre viví rodeado de libros y librerías. Pero el oficio de librero, tal como yo lo conocí en mi adolescencia, ha cambiado. Amazon, ese vasto océano librero, instauró una metamorfosis irreversible.
Amazon ha impuesto sus leyes en el mundo del libro tratando su mercadería como un simple objeto de consumo. Cuando recientemente la empresa tuvo que enfrentarse a un problema logístico en su división de libros antiguos, AbeBooks, por no haber montado un sistema de recaudación eficaz con los libreros anticuarios de varios países, Amazon decidió eliminar a los países problemáticos de su establo de proveedores.
Más de seiscientos colegas libreros protestaron ese acto arbitrario y retiraron sus libros de los escaparates virtuales de AbeBooks, y Amazon, esta vez, tuvo que retroceder. Porque, como en cualquier comercio, en el supermercado de Amazon alguien necesita saber qué se vende. Y para eso, Amazon necesita la colaboración de los libreros que saben qué es un libro.
La gran diferencia entre el librero y la máquina es que el librero que conoce su fondo puede recomendar, opinar y discutir con sus clientes.
Amazon fue creada en 1994 por Jeff Bezos después de leer un informe sobre el futuro de internet. Bezos compiló una lista de veinte productos que, según él, podían ser vendidos en línea y llegó a la conclusión de que el producto más vendible era un libro ya que, a pesar del auge de la tecnología electrónica, la popularidad de la página impresa no parecía haber disminuido y se estaban publicando más libros que nunca. Al año siguiente, instalado en el garaje de su casa de Bellevue, en Washington, Bezos empezó a ofrecer libros en línea.
Después de solo dos meses tenía clientes en todo Estados Unidos y también en otros 45 países. Muy pronto, Amazon se ufanaba de ser “la librería más grande del mundo”.
Para quienes se atrevían a entrar en la jungla electrónica creada por Bezos, parecía no haber más que beneficios: uno elegía un título, lo pagaba electrónicamente y lo recibía pocos días después en su casa. Era como si los libreros clásicos se hubiesen desvanecido y con ellos la relación que nace entre un lector curioso y su consejero profesional.
Pero Amazon rápidamente incorporó a su servicio un sistema de algoritmos que también proponía libros a sus clientes.
“Si te gustó este título, quizás estos te interesarán”, anunciaba después de una compra. Incluso los mismos clientes se convertían en consejeros de sus pares, opinando, criticando y contando sus experiencias lectoras. Parecía que en el mundo de la lectura, nada hubiese cambiado salvo la corporeidad del librero.
A lo largo de estas últimas dos décadas, Amazon ha sido acusada de supuestas acciones si no ilegales, al menos no éticas, como la imposición de míseras condiciones laborales, estrategias violentas contra la creación de sindicatos y el ofrecimiento indiscriminado de literatura racista. Pero ninguna de estas conductas meretricias afectaron su éxito.
El número de clientes continuó creciendo y los libreros de carne y hueso sintieron que se estaban convirtiendo en una especie en vías de extinción. Lo que produjo, al menos, una resquebrajadura en el armazón de la empresa fue un acto de censura.
En agosto de 2008, Amazon adquirió la tienda electrónica AbeBooks, la plataforma más vasta del mundo que reúne a libreros anticuarios de más de cincuenta países. Hace unas semanas, alegando como motivo las dificultades burocráticas de ciertas transacciones, Amazon anunció que había decidido eliminar del fondo de AbeBooks a República Checa, Polonia, Corea del Sur, Rusia y Hungría. Centenares de libreros anticuarios consideraron que la medida era un gesto de censura inaceptable, anunciaron una huelga y retiraron más de cuatro millones de títulos del catálogo colectivo de AbeBooks.
“AbeBooks tomó esta medida porque su agencia de recaudación no trabaja con esos países”, me dijo Gottwalt Pankow, dueño de la librería Pabel en Hamburgo. “En Alemania tenemos una agencia que funciona muy bien, pero fuimos forzados a aceptar el sistema contable de AbeBooks, que es mucho más caro”.
La huelga produjo el resultado deseado: 48 horas después, Amazon volvía sobre su decisión. El director ejecutivo de AbeBooks, Arkady Vitrouk, se disculpó por el comportamiento de su empresa, diciendo que había sido una “decisión equivocada” y anunció que los países en cuestión no serían eliminados. Esta vez, los libreros triunfaron.
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Sin embargo, el gesto de Amazon confirma lo que ya sabíamos: en el mundo del libro, como en tantos otros, el poder es proporcional a la extensión del imperio y Amazon es, retomando su controvertido lema, “la librería más grande del mundo”. Su poder puede ser benéfico: llevar libros a lectores que no pueden acceder fácilmente a una librería. Pero también, como prueba el caso de AbeBooks, ese poder puede ser utilizado para fines antihumanistas.
Vender libros no es lo mismo que vender un producto cualquiera. La transmisión de libros es una tarea humanista en el sentido que ayuda a los lectores a ser más conscientes y empáticos. Los libros transmiten nuestra memoria colectiva del mundo, sirven para dar a sus lectores palabras para nombrar su propia experiencia y, en el mejor de los casos, iluminarlos y consolarlos. Quien no toma esto en cuenta no debería ocuparse de libros.
Por supuesto, una pequeña librería también ejerce la censura, porque ninguna librería, aun la “más grande del mundo”, puede contener todo y necesariamente deja títulos de lado. Pero hay librerías, la Three Lives de Nueva York o la Seminary Co-op Bookstore de Chicago, por ejemplo, en las que se puede preguntar a los libreros por qué cierto libro no está en sus estanterías o cuál fue el motivo que los llevó a elegir el que sí está.
Amazon y AbeBooks podrán brindar los servicios de un colosal supermercado virtual para acceder a lo que Quevedo llamó escuchar “con mis ojos a los muertos”. Sin embargo, yo, como lector, prefiero tener esa experiencia mágica de atravesar el tiempo y el espacio que la lectura nos brinda, no por medio de un imperio comercial virtual, sino de las manos de otro lector, un lector real. Un librero que, como decía la señorita Lebach, “conoce sus libros”.
Los lectores somos los protagonistas secretos de la historia de la literatura. Sin nosotros, los libros permanecerían en suspensión animada en los estantes materiales o virtuales. Por lo tanto, la responsabilidad es nuestra, tanto como de los auténticos libreros, de protestar contra medidas injustas que van en contra de la libertad fundamental propia del acto de leer. Los libreros dieron el primer paso, retirando su colaboración. La próxima vez, nos toca a nosotros.
Alberto Manguel es escritor, editor y traductor argentino-canadiense. Su libro más reciente es “Monsieur Bovary (y otros amigos tenaces)”.
Fuente: The New York Times