Redacción. – A lo largo de la Historia ha habido leyendas de personas que, sin saber hasta qué punto jugaban con fuego, acabaron quemándose tras firmar un «contrato indefinido» con el demonio a cambio de poder, éxito, sexo o dinero.
Durante muchos años, corrió la voz en los salones musicales de media Europa de que el considerado por muchos como el mejor violinista de todos los tiempos, el genovés Niccolo Paganini (1782-1840), había vendido su alma al demonio para obtener un extraordinario virtuosismo.
Niccolo Paganini, violinista del diablo
El manejo del Guarnerius, su violín favorito fabricado por Giuseppe Guarneri (1698-1744) en Cremona (Italia) y conservado hoy como el más preciado tesoro musical en el Museo de Génova, era realmente prodigioso.
Dicen que cuando Paganini contaba sólo cinco años, el diablo se le apareció en sueños a su madre, Teresa Bocciardo. El diablo le aseguró que su hijo sería un famoso violinista, lo cual hizo que su padre, Antonio Paganini, virtuoso con la mandolina y el violín; le obligase a practicar durante más de diez horas diarias.
Una vida disipada
Desde los 16 años, Paganini llevó una vida disipada. El violinista se dedicó al juego y sus continuas pérdidas le obligaron a vender hasta su propio violín. Aunque, por fortuna para él, al parecer un admirador suyo le regaló el Guarnerius con el que asombraría al mundo. Las mujeres también le perdieron, pese a su fealdad manifiesta.
Contamos con el retrato que hizo de él su médico personal en París, Francesco Bennati, tan valioso como poco edificante. «Paganini era pálido, delgado y de mediana estatura. Aun teniendo 47 años, su delgadez y la falta de dientes le provocaron el hundimiento de la boca y le hicieron la barbilla más prominente». Bennati continúa: «lo cual le daba una apariencia mayor de lo que era. A primera vista, su cabeza era voluminosa, sostenida por un cuello largo y estrecho, mostrando una acentuada desproporción con sus delicadas extremidades».
El resto de «facultades» tampoco le favorecían y, desde luego, hacían incomprensible su fama de mujeriego. Era estrecho de pecho, con la frente alta, ancha y cuadrada, nariz aguileña, orejas protuberantes. Además era de cabello negro y desgreñado que contrastaba con la palidez cadavérica de su piel. Era un Adonis, en suma, que para colmo vestía siempre de oscuro, todo lo cual le daba un aspecto siniestro o más bien diabólico.
Un «demonio» del violín con una mano izquierda mágica, gracias a la cual, como aseguraba el doctor vienés Martecchini, «movía todas las articulaciones lateralmente y podía doblar hacia atrás el pulgar hasta tocarse el meñique». El médico se rendía, atónito, a la evidencia. «Movía sus manos con tanta flexibilidad como si no tuviese músculos ni huesos».
La Sonata Napoleón
¿Cómo era posible entonces que, además de componer y ejecutar como nadie sus célebres 24 caprichos, fuese capaz de crear su «Sonata Napoleón», compuesta solamente para la cuarta cuerda del violín?
Previamente, durante un concierto había asombrado al público empleando tan sólo dos cuerdas de su instrumento. Una grave, la de sol, para simular la voz del hombre, y otra más aguda, la de mi, para imitar la de un joven. Su historial médico revelaba que Paganini padecía un «síndrome de hipermovilidad articular». Sin este no hubiese podido tocar su célebre Movimiento perpetuo a la increíble velocidad de ¡doce notas por segundo!
Con razón de lo anterior, el gran compositor alemán Félix Mendelssohn escribió sobre él: «Su ejecución sin equivocaciones está más allá de lo imaginable». Porque «él es tan original, tan único, que se requeriría un análisis exhaustivo para poder expresar una impresión sobre su estilo». Mientras, el austriaco Franz Liszt también lo alabó. «¡Dios mío, cuánto sufrimiento, cuánta miseria, cuánta tortura en aquellas cuatro cuerdas!».
Algo diabólico
Pero quizás se llevase la palma un crítico de la «Gazzeta Piamontese», que al día siguiente de un concierto, inició su leyenda. «Tiene algo de diabólico, una habilidad casi sobrenatural. Muy a menudo su violín ya no es un violín. Es una flauta, es la limpísima voz de un canario bien amaestrado; supera las más incomprensibles dificultades con una facilidad indecible».
La hora de la verdad llegó para él un 27 de mayo de 1840, en Niza, a la edad de 58 años. Enfermo de muerte, rechazó los auxilios de un sacerdote. El obispo de Niza negó sepultura religiosa a sus restos mortales, y su cadáver fue embalsamado.
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Se intentó inhumarle en Génova, pero las autoridades eclesiásticas se opusieron. Debió transcurrir un lustro entero para que su cadáver fuese enterrado en Ramairone, en Polcevera. Finalmente, en 1876, los restos de Paganini recibieron sepultura en el cementerio de Parma, donde hoy reposan. Su leyenda lo perseguiría incluso después de muerto.
Líos de faldas
Paganini dio con sus huesos en la cárcel del 6 al 25 de mayo de 1815. Un sastre apellidado Cavanna le había acusado de seducir a su hija Ángela, de 20 años. Mientras el juicio se celebraba, el violinista permaneció en prisión. Sólo cuando el acusado decidió estampar su firma comprometiéndose a indemnizar a Cavanna con 1.200 liras, pudo abandonar la cárcel. La sentencia condenatoria encerraba una flagrante contradicción: mientras reconocía que Ángela era una mujer de costumbres más bien licenciosas, cargaba toda la culpabilidad sobre el violinista. De todas formas, Paganini no se apartó ni un ápice de su vida mundana. Le chiflaban las mujeres, como escribía a su amigo y paisano Germi. «He conocido a un deliciosa muchacha con la que quiero casarme enseguida. Prepárame los documentos». Cada mujer que conocía, con tal de que fuera «un poco graciosa, linda y expresiva», en sus propias palabras, quería desposarla.
Fuente: La razón