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viernes, noviembre 22, 2024

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SAN PEDRO SULA, CORTÉSRosa Mani, ángel guardián de los migrantes retornados a México, incluyendo hondureños, tiene una historia bastante particular, y es que, hace años, también intentó alcanzar el ‘sueño americano’, pero, lo único que consiguió fue que Estados Unidos la separara de sus hijos, sin embargo, ahora se encarga de ayudar a ciudadanos que persiguen ese mismo objetivo.

Cuando la deportaron de Estados Unidos en septiembre de 2018, le reclamó a Dios una y otra vez, llorando: «¿Por qué me hiciste madre y me quitaste a mis hijos?». Poco después dice que Dios le respondió: «Yo tengo cuidado de tus hijos, pero necesito que vayas y cuides de los míos». Con esas palabras en mente, poco después, llegó a Ciudad Juárez.

Y así fue como la joven mujer comenzó su servicio en favor de los migrantes. Primero apoyó eventos de reunificación de familias separadas por deportaciones, como la suya. «Para mí era una cosa súper difícil porque sabía lo que estaban pasando. Yo quería abrazar a mi hija mayor (que vive indocumentada en Estados Unidos) por lo menos tres minutos».

Luego, desde el 9 de mayo de 2020, Rosa Mani ha sido la coordinadora de uno de los tres hoteles filtro que hay en Juárez, habilitado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), donde aíslan a todos los que quisieron llegar a EE.UU., fueron devueltos a México y llegaron con síntomas de COVID-19.

Ella se encargó de organizar eficientemente las 47 habitaciones del hotel, buscando que cada uno de los migrantes se sintiese cómo y a gusto: 10 están destinadas para los sospechosos o enfermos de COVID-19, otras 36 sirven para dar cobijo a familias cuando no hay cupo en los albergues de la zona y la última fue habilitada para dar atención psicológica. «Buscamos mantenerlos a salvo», enfatizó.

Migrantes cuidando a migrantes

Como Rosa dice, en dicho hotel hay migrantes, literalmente, sirviendo a otros migrantes. Algunos de sus colaboradores son personas que están esperando poder cruzar la frontera o recibir asilo político.

Por ejemplo, contó que, en un momento tuvo a siete médicos cubanos ayudándole, quienes estuvieron más de un año esperando entrar a EE.UU. para presentar sus casos de asilo: ahora solo quedó uno. Actualmente también hay tres salvadoreños y un hondureño que la ayudan con las tareas cotidianas.

«Somos migrantes atendiendo a migrantes. Cuando la comunidad llega al espacio se siente cálida, se siente entendida», dijo Rosa.

La separación

Casi tres años pasaron ya desde que la separaron de sus hijas. Vivió siete años en Estados Unidos siete años. Llegó a los 18 con su hija América, que para ese momento tenía dos años, y su esposo. Luego, nacieron Iván y Emily. «Fuimos bendecidos», recuerda.

Pero en 2010, la familia decidió volver a México. Querían montar un negocio, «emprender». Un par de años después, todos los planes se desplomaron. Y es que, su hija menor comenzó a sufrir una enfermedad degenerativa: artritis idiopática.

Para su mala fortuna, en México no podían atenderla, pues en los hospitales faltaban medicamentos. Emily requería un tratamiento más fuerte e inmediato. La niña no crecía, al contrario. En la pared donde uno como mamá va rayando dónde va tu hijo, ella iba para abajo», rememoró. «Decidimos que regresara para que su enfermedad fuese tratada», agregó.

Una decisión desesperada…

Todo su familia volvió a EE.UU., excepto Rosa, pues alguien debía cuidar su negocio. Mientras tanto, solicitó una visa humanitaria. Pero pocos días después, le dijeron que la pequeña Emily desmejoraba de salud: tenía convulsiones y la internaron por más un mes.

«Mi desesperación de mamá me hizo brincar el muro y lanzarme, porque para mí era tan importante estar en esos momentos con mi hija», contó. Pero autoridades de migración la detuvieron y encerraron dos meses en Texas. Hubo «un ejército» de abogados intentando frenar su deportación y de pastores rezando, pero fue imposible.

Por si fuese poco, la castigaron con 20 años sin poder entrar a EE.UU., o sea, sin poder abrazar nuevamente a sus hijos. Sin embargo, ha resuelto el distanciamiento ahorrando dinero para comprarles pasajes y que así puedan visitarla. Cuando viajan, ella los lleva al hotel filtro y la ayudan con su trabajo.

En tres años, ha recibido a 1,660 en el hotel, incluyendo varios hondureños, afirma. «Ahora entiendo de qué me hablaba Dios. Y sin duda, él ha tenido cuidado de mis hijos», cerró.


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