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viernes, noviembre 22, 2024

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AFP.- Cruzan desde Piedras Negras, estado de Coahuila, y buscan la orilla opuesta en Eagle Pass, una ciudad del sur de Texas cuyo gobernador, el republicano Greg Abbott, ha militarizado para contener el ingreso de migrantes.

En Texas, el río Bravo o Grande es la frontera natural con México. Es viernes, son las dos de la tarde, la sensación térmica supera los 40ºC y el vehículo militar que resguardaba el área más temprano ya no está más allí.

Ni boyas, ni cercas, ni alambres de púas detienen migrantes hacia EEUU
Migrantes cruzan el río Bravo desde México hacia Eagle Pass en Texas, Estados Unidos.

Las boyas naranja se extienden por unos 300 metros. Están diseñadas para girar si alguien trata de asirse a ellas y, a cada lado, tienen unos discos metálicos dentados. En las últimas semanas, dos cuerpos han sido hallados en el sector.

La familia de Wilfredo Riera, un venezolano de 26 años, cruza el río con más de una decena de migrantes, lejos de las boyas. «Nos habían contado [de las boyas] pero nos dijeron que no marcaba todo el territorio, que sí había por donde acceder», dice.

Les toma unos diez minutos ir de una orilla a otra. Luego se topan con una barrera interminable de alambres de afiladas púas. Encuentran un punto vulnerable y pasan.

«Queremos entregarnos»

«Queremos entregarnos», dice Wilfredo. Pero aún no hay guardias. Solo se oye el leve chillido de las lagartijas escondidas entre la vegetación ribereña. Un viento caliente sopla.

Ni boyas, ni cercas, ni alambres de púas detienen migrantes hacia EEUU
Wilfredo Riera, de 26 años, con su hijo Yeiden sobre sus hombros sonríen mientras caminas por la ribera del río Bravo en Eagle Pass, Texas, luego de cruzar desde México.

Frente a ellos, aún hay una cerca de unos tres metros de alto, también con alambres de púas, que los migrantes cubren con sus ropas para poder pasar al otro lado.

Subida en la cerca, Nataly Barrionuevo, de 39 años, espera que su esposo Wilfredo le alcance a sus hijos. Yeiden, de dos años, y Nicolás, de 7. Algunos terminan con los pantalones rasgados por los alambres, pero ya están en Estados Unidos.

Nataly, ecuatoriana, vivía con Wilfredo y sus hijos en Ecuador. Salieron de allí hace mes y medio, en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, y en su camino cruzaron la selva del Darién, de Colombia a Panamá.

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Una camioneta de la policía de fronteras llega, levantando polvo. En español, un oficial les pide que muestren sus documentos.

Cachean solo a los hombres y colocan a todos en un vehículo, rumbo a un centro de detención. Allí evaluarán si es viable acoger a trámite su pedido de asilo. Si es así, ingresarán temporalmente al país, hasta que un juez vea su caso. Si no, serán deportados.

«Queremos trabajar, hacer un futuro para ellos», dice Nataly, mientras señala a sus pequeños, antes de que su voz se quiebre.

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