Pese a la demanda general de que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) instalara en Honduras una Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIH), lo que ha prevalecido es el proyecto gubernamental de colocar la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad (MACCIH) respaldada por la Organización de Estados Americanos (OEA).
No hay duda, entonces, de que el reclamo de la sociedad y el pueblo hondureño fue desoído, para lo cual se impuso un “dialogo” oficial y oficialista, de conformidad con los propósitos del Ejecutivo, particularmente relacionado al involucramiento de la cúpula del gobierno y del Partido Nacional (PN) hecho gobierno, o sea el régimen y su proyecto continuista.
Tal como se dan las cosas en Honduras, ese epílogo fue escrito de antemano, y, para sellar el resultado, forzosamente el gobierno –mejor dicho, el régimen—debía contar con el apoyo internacional, ése que siempre acude en auxilio de la democracia formal, garantizadora de la pureza del sistema, en este caso el desiderátum neoliberal.
Un sistema construido pacientemente, a partir de 1970 en la administración Callejas Romero (N, 1970-1974), levemente interrumpido en la administración Zelaya Rosales (L, 2006-2010), y sobredimensionado en las últimas, Lobo Sosa (N, 2010-2014) y el colmo actual de Hernández Alvarado (N, 2014-2018).
Sabemos muy bien que la participación de la OEA en esta operación de salvamento del régimen no habría sido posible sin un fuerte padrinazgo, que, a su vez, precisaba –en función del mimetismo diplomático—del juego de diversión de una “primavera catracha”, que, después de todo, no cayó en la trampa y se ha mantenido con la exigencia original, vinculada a la confianza en Naciones Unidas.
El corolario es, entonces, el arribo de “la Misión” a Tegucigalpa, a mediados de este mes, para reunirse (socializar, dicen algunos) “con los diversos sectores que se han sentado en las primeras dos etapas del Diálogo Nacional”, según lo manifestado por la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA), en seguimiento del libreto de la comedia.
Aun así, el régimen dictatorial –corrupción e impunidad en medio– y la OEA se encontrarán inevitablemente entre Escila y Caribdis, porque resulta imposible, a estas alturas, sortear el cuerpo institucionalizado, soberano, legítimo, de la Indignación Nacional, por un lado, y, por el otro lado, el descrédito fenomenal, nauseabundo, del “stablishment” político y económico, encabezado por el ciudadano presidente y su partido “hecho poder”.