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viernes, noviembre 22, 2024

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Hector-A.-Martinez
Héctor A. Martínez, sociólogo.

Por: Héctor A. Martínez (sociólogo). -Nunca como hoy, la calumnia se había convertido en el arma preferida por aquellos que, en lugar de combatir las ideas, prefieren hacerlo a la manera de los matones tarifados del hampa institucional, desacreditando públicamente la imagen de quienes no se alinean con su ideología o con su desquiciada forma de vivir en el mundo.

En los escenarios de la vida cotidiana, de la que no escapan las instituciones del Estado, las habladurías contra el objetivo de la perfidia, se encarnan vivamente en tejidos finamente elaborados por personajes de baja estatura moral, para quienes, ninguna alarma ética sirve de brida para cuantificar los daños que la perversidad puede ocasionar en el prójimo de al lado.

En los arrabales de las redes sociales y en los canales de comunicación formales –muchos de ellos fraguados por líderes institucionales de poca monta-, la patraña que desdibuja la imagen del “oponente” es el único recurso que se tiene a mano para destruir imágenes, títulos y honores ganados por sus víctimas, subidas al diabólico cadalso de esos jacobinos financiados desde el exterior por organizaciones de misteriosa estructuración y de dudosos propósitos.

Puesto el mundo patas arriba, el relativismo absolutista que ahora invade la esencia de las relaciones afectivas tradicionales, ha traído como regalo para las nuevas generaciones, la metáfora de la calumnia como principio referencial de aniquilación política y personal, lo que convierte al rumor institucionalizado -o a la mentira sistematizada-, en una especie de artificio instrumental e ideológico de extrema utilidad para liquidar a quienes no se alinean con ciertos preceptos enquistados en ONG e, incluso, en instituciones del Estado.

Esta perversión legitimada ha penetrado las cartas magnas, a la manera de un virus “deconstructivo” que rima más con el desorden moral que con una verdadera democratización de la sociedad.

Se trata de una simbiosis moral-legal, todavía no aceptada por las mayorías, pero que, a todas luces, parece entronizarse severamente en nuestras vidas, a falta de inteligencia legislativa, y para que las minorías electorales puedan sumar a la causa de los politiqueros de oficio.

Y el Estado, a través de sus hilos institucionales, ha hecho de la moral relativista -registrada bajo la marca del progresismo-, proceso y procedimiento. Todo aquel que disiente de los nuevos preceptos, se convierte automáticamente, en hereje del nuevo sistema.

En el Estado, la chismografía se inserta informalmente en cada organigrama y en los procedimientos que todos sabemos, conforman de manera encubierta, camarillas camorristas que persiguen objetivos ajenos a las metas de las instituciones que de buena fe les emplean para que agreguen valor, como bien decía el viejo Peter Drucker, ignorante de la cultura tercermundista de la perversidad institucionalizada.

La época del Terror del siglo XXI ya recorre los pasillos y oficinas de todo el entramado institucional, generando una imagen discriminativa contra las víctimas señaladas por los agresores de oficio. Lo cual resulta perfecto, si nos detenemos a pensar que, una vez destruido el honor de la víctima, la perfidia de los verdugos que encabezan el proyecto de la represalia institucionalizada, habrá resultado victoriosa y legitimada.

En esa asquerosa batalla por macular la figura de sus oponentes, sin contar con otra competencia que la misma malignidad, el perverso ignora el movimiento de la rueda de la vida, y olvida que, en más de alguna ocasión, más temprano que tarde, sus víctimas habrán de cobrárselas sin miramientos de ninguna especie. Y con altos intereses.

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