La reflexión más importante que puede dejarnos el 28 de junio del 2009 es que, si bien los Golpes de Estado y las sucesiones forzadas pueden satisfacer la necesidad inmediata de quitarnos un dictador de la espalda, éstos no son un mecanismo eficiente para suprimir el autoritarismo de las cabecillas políticas. Se cambia al líder, pero la estructura de poder sigue igual; demasiado bien armada para coartar nuestros derechos humanos y libertades civiles. Como podemos apreciar, no hace falta sino un par de años para que surja otro caudillo con ansias totalitarias que esté dispuesto a aprovechar las armas del Estado para someternos a las arbitrariedades de su voluntad.
El problema, es que en Honduras el sistema de gobierno contiene el vicio de una concentración estructural del poder.
Si verdaderamente buscamos transformar nuestra sociedad, primero debemos empoderarnos para ello. Lo que tenemos que hacer es desbaratar la estructura de poder actual, abolir el gobierno como lo conocemos y dispersar el poder político entre las diferentes comunidades de Honduras. El antónimo del absolutismo es la separación de poderes, no solo entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial, sino también mediante la descentralización y el reconocimiento del derecho natural de cada persona, y en consecuencia de cada comunidad, a vivir como les dé la gana. La dignidad humana de millones de hondureños se ve perjudicada cuando permitimos que sus vidas se rijan por los esquemas económicos y jurídicos que un puñado de maleantes en Tegucigalpa les ha impuesto.
Claro, puede haber dictadorzuelos locales, pero en Honduras, estos no tendrían un ejército de 5,000 asesinos entrenados bajo su mando, ni el control sobre casi el 50% del Producto Interno Bruto; herramientas que hoy son utilizadas para imponer la genialidad arbitraria del día.
¿A cuántas personas más les vamos a confiar ese poder antes de darnos cuenta que lo mejor que podemos hacer es desbaratar esas capacidades para que nadie las tenga?
