Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Los comentarios escandalosos que ha proferido el magnate norteamericano Donald Trump nos recuerda que en política, todo es posible y casi todo es valedero, con tal de ganarse las simpatías, y la voluntad de la muchedumbre. Y la voluntad significa, votos y un mínimo de apoyo de los ciudadanos hacia el gobernante, una vez que éste ha alcanzado el poder.
El que Donald Trump haya expresado en su discurso apriorístico, en esa dura carrera por llegar a la Casa Blanca, que México no está enviando lo mejor de su gente, sino drogadictos y violadores; que proyecta fortalecer un muro contra los inmigrantes; que la haya arremetido contra el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu y que el sistema judicial de México sea corrupto, resulta ser material suficiente para provocar una ardorosa reacción nacionalista de efectos devastadores, al menos para alcanzar un sentimiento entre la opinión pública en dos direcciones ¡y vaya que lo ha logrado! Repulsa y euforia: dos efectos que las palabras tiradas en una sola dirección suelen desatar cuando se destinan suspicaces para un grupo homogéneo, cuando se refieren a una categoría social -como en el caso de un país- o se estrellan con vehemencia sobre la dignidad y el orgullo que encarna un símbolo o un icono nacional.
La locuacidad de Donald Trump, ese millonario -no sé si llamarlo excéntrico, pues me parece que se trata de un gringo común y corriente, salvo por los miles de millones que ostenta-, que se postula en el extremo más radical del Partido Republicano, muy al pesar de los demócratas, liberales y de la izquierda norteamericana, sigue subiendo en las encuestas de su partido, ubicándose a sólo 6 puntos de la representante oficialista, Hillary Clinton. Es decir, la amenaza para aquéllos, es sumamente seria.
Trump y sus asesores de imagen, tuvieron que pensar mucho para decidirse por ese detonante eleccionario. En realidad la arremetió contra los inmigrantes y un tanto hacia el sistema político mexicano, pero nunca injurió al resto de los hispanos, de los cuales, miles se han adherido a la indignación mexicana siguiendo la corriente incitada por la cadena televisiva Univisión. Las agencias de derechos humanos, han calificado los asertos de Trump como una viva expresión xenofóbica de alcance meramente racista. Pero, en realidad, sobre este tema hay mucha tela que cortar. La xenofobia no es más una defensa nacionalista contra la descomposición social de una sociedad, provocada por una inmigración descontrolada y que atenta contra las costumbres y tradiciones; mientras que el racismo obedece acremente a una segregación darwiniana de efectos devastadores -hitos históricos que ya conocemos-, y por eso hay que tener extremo cuidado al utilizar ambas categorías, aparentemente relacionadas.
Trump está logrando la conjunción del voto republicano por varias razones: el espíritu de la sociedad norteamericana se ha disuelto en los últimos tiempos por causas de una ambigua política de los demócratas que han permitido toda clase de excesos entre los que se incluyen la legalización de la mariguana y las bodas entre personas del mismo sexo. Con la apariencia de una democracia apegada a las enmiendas, los demócratas –y con ello la nación entera, muy a pesar de los republicanos-, colocan a los EEUU como ejemplo para que el mundo siga estas excentricidades que, sin duda, ponen en riesgo lo que los sociólogos norteamericanos denominan el “control social”.
Pero Trump ha llegado a lo profundo del alma nacional a través de su razón aparentemente xenofóbica. La susceptibilidad nacionalista enciende el patriotismo y clama por las raíces norteamericanas; excita al orden y a la autoridad perdida. ¿No son las que Trump proclama, suficientes razones para inflamar las pasiones de los norteamericanos y otorgarle el tan ansiado voto que el millonario busca?