La extorsión en Honduras y la violencia aparejada a ella es una de las principales causas que obliga a los hondureños a irse de sus casas e incluso del país en busca de seguridad. Víctimas y perpetradores por igual se ven forzados a huir si quieren dejarlo.
La primera amenaza llegó por medio de un “amigo” que vivía en el barrio de José*, en la ciudad de San Pedro Sula, Honduras.
“Mira, ese marero [miembro del Barrio 18] dice que si no cooperas vas a tener problemas. Ellos han visto que estás ganando buen dinero”, José, de 45 años, recuerda que su conocido lo decía refiriéndose al poco dinero que ganaba con la compra, reparación y venta de autos usados.
José migró a la ciudad en 2012 desde el departamento de Santa Bárbara, al sur de San Pedro Sula, buscando huir de la pobreza y encontrar un empleo.
“Yo era muy pobre, no tenía con qué vivir, entonces cuando vine aquí me esforcé mucho para comprar un carrito”, nos dijo. El negocio fue bien, y pronto descubrió que podía reparar y vender autos para ganarse la vida.
ZONAS CONTROLADAS POR MARAS
Pero pronto el Barrio 18 —que controlaba la parte del barrio donde José vivía— vino a tocarle la puerta para pedirle una parte de sus ganancias, o lo que suele llamarse “el impuesto de guerra” en Honduras.
La extorsión es actualmente una de las principales fuentes de ingreso para las pandillas de Barrio 18 y MS13 en los tres países del Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras). Las víctimas son desde trabajadores del transporte público, conductores de taxis y residentes hasta dueños de negocios grandes y pequeños e incluso trabajadores sexuales.
José comenzó pagándole 2.000 lempiras (unos US$83) a la pandilla, pero en el transcurso de un año y medio pasó a 3.000 (US$125). Un miembro de la pandilla venía a cobrar el dinero cada mes, y la cantidad no dejaba de aumentar. “Llegó a subir a 12.000 (algo más de US$500) mensuales”, cuenta José.
Extorsión en Honduras
“‘Si no pagas mañana a las 9 a.m.’, me dijeron un día, ‘sabemos adónde van tus hijos a la escuela, sabemos dónde trabajas, por dónde caminas, dónde vives y lo que haces cada día… tenemos bien controlados los lugares por donde pasas cada día, así que si quieres vivir, mejor paga’”.
José dice que salió del barrio con su familia antes del amanecer del día siguiente, y regresaron a su antigua casa en Santa Bárbara, dejando atrás su casa en San Pedro Sula. Él y su familia se llevaron lo que pudieron acomodar en el auto.
Obligados a huir
Más de 1.400 hondureños fueron desplazados internamente en 2017, huyendo de amenazas de muerte, violencia, extorsión y reclutamiento de pandillas, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CONADEH). Esto se compara con los 757 casos denunciados en 2016. Pero el verdadero número de hondureños desplazados directamente por la extorsión —que según dicen los defensores de derechos humanos sucede ahora casi en cualquier parte— sigue sin conocerse.
La cifra de la CONADEH tampoco da cuenta de los hondureños que huyeron del país para migrar a otros países, como México y Estados Unidos, debido la extorsión y a la violencia relacionada que ejercen las maras.
Pero las víctimas no son las únicas que se ven forzadas a huir —participantes de esos esquemas de extorsión que luego quieren salir también son obligados a irse de sus casas si quieren sobrevivir—. Karla*, una madre de veinte años de edad que vive en San Pedro Sula, trabajó durante años cobrando extorsiones y empacando droga para el Barrio 18 en el conocido barrio de Rivera Hernández.
“Llegué a un punto de mi vida en que quería vivir la ‘vida loca’, como la llaman: la vida de la pandilla. Bueno, sí, es un riesgo, grande, pero al mismo tiempo parecía divertido”, nos dice. Ella relata cómo los montos y las víctimas —dueños de negocios, puestos de mercado, casas— se anotaban en cuadernos y que el “impuesto” se cobraba cada semana, cada quince días o una vez al mes.
AQUEJA A HONDUREÑOS
“Eran grandes sumas”, recuerda Karla. “Entre 5.000 y 7.000 lempiras [US$208 a US$290]”.
Ella cobraba el dinero de la extorsión, muchas veces saliendo varias veces al día y siempre entregándolo al jefe de la clica, quien le pagaba un salario mensual de unas 12.000 lempiras (US$500) por su trabajo. Cada semana, dice, podía cobrar hasta 500.000 lempiras (poco menos de US$30.000). Ella comenzó a trabajar con la pandilla cuando tenía nueve años, y cobró dinero de extorsiones de manera intermitente durante el tiempo que estuvo con ellos. Pero ahora ya no está en esa vida, afirma.
“Cometí un error un día y ellos querían hacerme daño, y también lastimar a mi familia, así que llevé a mi familia a otro lado y luego me fui yo”, dice. Se negó a asesinar a un rival de la pandilla —era prerrequisito para subir de jerarquía— y sus superiores no tomaron bien su insubordinación. Ella cuenta que ahora trabaja como mesera en otra parte de la ciudad, pero vive con temor de toparse con algún conocido.
VIVEN EN ZOZOBRA
“No sé si cuando estoy trabajando a quién pueda encontrarme que me conozca y quiera… que viera que yo pertenecía a la pandilla y quiera secuestrarme o hacerme algo más”.
Extorsión y desplazamiento
Alexandre Formisano, quien trabaja para la Cruz Roja Internacional en Tegucigalpa, comenta que la extorsión está presente en casi todos los casos de desplazamiento, pero que no siempre es la raíz. No existen cifras que muestren la proporción de desplazamientos motivados por los esquemas de extorsión que las pandillas cobran, dice, pero experiencias como las de José y Karla son comunes.
“La gente quiere hacerse invisible. Tratan de dejar de existir —de desaparecer—, porque saben que las pandillas son capaces encontrarlos en cualquier rincón del país. Y saben que si las pandillas no los encuentran a ellos, encontrarán a sus hijos y temen por las vidas de los niños… así que para muchas de esas personas es impensable ir ante las autoridades [a denunciar un problema con pandillas]”, comentó Formisano.
“Mejor desaparecen y comienzan una nueva vida en otro lugar”. * Se cambiaron los nombres para proteger la seguridad de las personas.