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viernes, noviembre 22, 2024

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Migrar significa, en todo el planeta, correr riesgos. Cruzar México implica, además, recorrer territorios controlados por los cárteles donde el crimen organizado opera muchas veces casi con total impunidad. Pero Haydee Posadas, madre hondureña de 73 años de edad, tuvo que esperar ocho años hasta reencontrarse con su hijo, aunque no de la forma que ella hubiese querido.

Wilmer Gerardo Núñez Posadas, de 35 años de edad, el mayor de 10 hermanos que vivían en la colonia Planeta, salió por de Honduras rumbo a Estados Unidos en el 2010, en parte, según su madre, por las amenazas de las pandillas; pero desapareció en México en medio de la violencia desbocada del crimen organizado, no tan distinta de aquella que buscaba dejar atrás.

La historia de Núñezes similar a la de muchas otras víctimas de la migración a su paso por México.

Cabe señalar que en los últimos cuatro años, casi 4.000 migrantes han desaparecido o muerto en su ruta hacia Estados Unidos, según una investigación de The Associated Press.

Esos casi 4.000 latinoamericanos forman parte de los 56.800 migrantes desaparecidos o muertos en todo el mundo en el mismo período.

Wilmer Nuñez, deportado en tres ocasiones

Cabe destacar que en el 2010, Nuñez salió por última rumbo a Estados Unidos, puesto que no era la primera que se dirigía hacia allá. Su primer viaje lo hizo en los años 90, con 16 años, cuando su madre perdió el trabajo en una maquila. “No me dijo nada, un día simplemente se fue. Estaba lejos pero me acostumbre a tenerlo cerca, casi todos los días me llamaba”, recordó su madre.

Hombre atlético que siempre lucía un cuidado bigote y barba de perilla, Wilmerhabía sido deportado dos veces, pero siempre regresaba a Estados Unidos porque allí había hecho su vida.

En el año 2007 se enamoró de una mexicana, María Esther Lozano, que ahora tiene 38 años. Tuvieron una niña, su nombre es Dachell. Cuando su esposa estaba a punto de dar a luz de nuevo, en julio del 2010, a Núñez lo deportaron por tercera vez.

Para su madre, las deportaciones eran sinónimo de felicidad porque podía disfrutar de su hijo en casa.

«Viejita ¿Qué hacemos de almuerzo? me decía, porque cocinaba mejor que una mujer”. A Posadas se le iluminó la cara con el recuerdo. “Hacía carne guisada, amasaba harina de tortillas, cocinaba plátano maduro o tajada”, dijo con voz solloza.

Pero Wilmer planeaba regresar pronto a Estados Unidos, puesto que quería conocer a su niña recién nacida. Después de unos días en Planeta, emprendió por cuarta vez un viaje a «el país del norte».

“Me tengo que ir de aquí ya”

Wilmer habló por teléfono con su esposa antes de partir de nuevo. Junto con su sobrino y dos vecinos, Núñez tomó el autobús de medianoche que cada día lleva a decenas de migrantes hasta la frontera de Guatemala. Entre lo poco que tenía en su bolsa estaban unas baleadas preparadas por su tía.

Siempre cruzaba por Mexicali, la frontera con California, con un coyote de su confianza. En esa ocasión, sin embargo, al llegar a Veracruz  “le corretearon Los Zetas y se lastimó un tobillo”, contó su esposa. Eso lo obligó a cambiar de ruta y seguir rumbo a Texas, un camino más corto, pero también más peligroso.

“Me llamaba todos los días, incluso desde el teléfono del coyote”, dice Lozano. Al guía lo acababa de conocer. Le parecía buena persona, aunque él estaba preocupado porque el grupo era muy grande. Viajaban en dos camiones.

Una semana después de salir de Hondurashabló con su madre por última vez y le pidió que rezara por él. Un día más tarde llamó a Lozano y estuvieron de plática una hora. El catracho estaba de buen humor y estuvieron bromeando sobre lo mucho que se echaban de menos.

Le dijo que estaban en Piedras Negras, Coahuila, al otro lado de Eagle Pass, Texas. “Me advirtió, ‘ya vamos a cruzar no te vayas a dormir’, porque yo tenía que depositar la mitad de dinero (3.000 dólares) y esperar a que su hermana me avisara que había llegado bien para pagar el resto”.

Esa llamada nunca llegó. María Esther Lozano no volvió a contactar con su esposo. Habló al coyote un par de veces, él le dijo que estaban todavía esperando para cruzar. Luego nadie volvió a contestar el teléfono.

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Una imagen de Wilmer Gerardo Núñez con su hermano menor Mynor colocada en un ramo de flores que adornó el ataúd que contiene los restos de Wilmer durante el velatorio en la casa de su madre. (Foto AP/Moisés Castillo).

Una noticia que se tomó con calma

Al principio, Posadas y Lozano no estaban muy preocupadas porque es normal que durante el cruce perdieran el contacto unos días. Pero poco después, el 24 de agosto, una noticia en la televisión le encogió el alma a la anciana: el hallazgo de 72 cadáveres en un rancho de San Fernando, Tamaulipas. Todos eran migrantes.

No obstante, la mexicana lo tomó con más calma, porque sabía que San Fernando está a casi 600 kilómetros de Piedras Negras, donde su esposo le dijo que estaba la última vez que hablaron.

Al paso de los días se supo que una decena de personas en vehículos marcados con una “Z” habían cortado el paso a dos camiones. Se llevaron a los migrantes y les preguntaron si querían “trabajar para la guerra”, la de los cárteles de la droga. Solo uno aceptó. A todos los demás les vendaron los ojos, les ataron las manos y tumbados en el suelo los ejecutaron. Un ecuatoriano que sobrevivió, logró huir del lugar y alertó a la Marina mexicana.

“Me puse a llorar como loca. No salían nombres pero yo me revolvía”, dijo Posadas.

Una lista de víctimas apareció poco después. Los nombres de su nieto y los dos vecinos que viajaban con ellos estaban ahí, pero de Núñez, ni rastro. Las autoridades le dijeron que si no estaba entre los muertos, estaría vivo.

La vida de la angustiada madre comenzó a cambiar ese día. Preguntó por su hijo en la fiscalía, en la cancillería, ante las autoridades mexicanas para que rastrearan por todas partes. Su anterior pareja, el padre biológico de Núñez, se ofreció a ir a dejar una muestra de ADN para que lo compararan con el de los cuerpos todavía no identificados. Nada. Tampoco le reconocieron en las fotos de los cadáveres.

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Las autoridades encontraron 72 cadáveres de migrantes en un rancho en San Fernando, al otro lado de la frontera con Texas. Habían sido asesinados por Los Zetas. (Foto AP/Moisés Castillo)

Búsqueda exhaustiva

Posadas y Lozano, madre y esposa, quedaron unidas por un solo objetivo: buscar a Núñez. Lozano iba todos los días al consulado de Honduras; dio nombres, fotos, describió sus tatuajes, incluido uno que ponía Dachell y otro con el número 8. Y todavía nada.

Poco después se supo que el ecuatoriano que sobrevivió a la matanza dijo que había otro sobreviviente que le desató y le ayudó a salir del rancho. Era un hondureño. Lozano preguntó a autoridades de Hondurasy México si podía ser su marido y le negaron toda información porque se trataba de un testigo protegido.

En la embajada de Ecuador no tuvo más suerte. Pidió que le hicieran llegar al ecuatoriano una foto de su esposo. “No quería verlo, ni hablar con él, solo que viera la foto y me dijera si era la misma persona que le ayudó”, solloza recordando la desesperación del momento.

Desde Honduras, Posadas no avanzaba más. Se dirigió a Tegucigalpa a insistir en todas las instituciones, pero ni siquiera encontró quien le dijera qué había pasado con la prueba de ADN que supuestamente se había realizado su ex marido.

“Yo llamando y llamando siempre, hasta que se cumplió un año. Luego ya no me contestaron y dije ¿Para qué seguir?”.

Lea también: ¿Hondureños entre los cadáveres en Veracruz? Pasarán cuatro años hasta saberlo

Una… ¿Esperanza?

En tanto, hermanos de la mexicana fueron a Tamaulipas. Allí contrataron a un abogado que pudiera entrar a las cárceles y entonces apareció otra luz: les dijo que había visto a una persona de las características de Núñez en una de las prisiones.

En la casa de la Planeta, en San Pedro Sula, Posadas se preguntaba: “¿Será que Dios ha escuchado mis plegarias?”.

Pero esa pista también se esfumó. Nunca supieron nada más del abogado y los hermanos de Lozano tuvieron que dejar la búsqueda porque los amenazaron Los Zetas.

Posadas pensaba que si estuviera vivo habría llamado. También se repetía que como no había ni rastro de su cuerpo, quizás había esperanza. A los tres años, el pesimismo comenzaba a imponerse.

“Sentía que estaba cayendo en una depresión tremenda”, reveló la madre que no dormía, se levantaba y pasaba las horas sentada en su pequeña sala llena de adornos, fotografías (entre ellas una de Núñezde adolescente), un televisor y telas con versículos de la biblia.

Los días eran igual de desesperantes. “Andaba por la calle y me miraban que sonreía pero era por fuera, nadie sabía cómo estaba yo por dentro”.

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Familiares asisten al entierro de Wilmer Gerardo Núñez en un cementerio en San Pedro Sula, Honduras. (Foto AP/Moisés Castillo)

Sí, Nuñez estaba muerto

Los cadáveres de la masacre de San Fernando, debidamente numerados, fueron llevados del rancho donde los mataron, a una base naval, donde permanecieron dos días expuestos a la intemperie, luego a una funeraria local y más tarde a la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, en la frontera con McAllen, Texas.

Algunos cuerpos fueron repatriados, aunque las identificaciones fueron cuestionadas en varios casos porque hubo entrega de restos equivocados a alguna familia.

La mayoría de los cuerpos, ya en descomposición, se trasladaron a Ciudad de México. Llegaron en un camión no refrigerado que apestaba a varias cuadras de distancia y que por esquivar a la prensa chocó con unos carros, atropelló a una persona y quedó varado en medio de la calle.

Un día después de conocerse la matanza, el 25 de agosto del 2010, quedó registrado en el expediente oficial que el cadáver número 63 era un varón con tatuajes, entre otros, uno con la leyenda “Dachell” y otro con el número “8”. En documentos fechados un día después, se constata el hallazgo de una licencia hondureña a nombre de Wilmer Gerardo Núñez Posadas, con la foto de un hombre con bigote bien cuidado y barba de perilla. Pese a esto, ningún medio hondureño hizo pública esta información.

Diez meses después de llegar a la capital mexicana, los cuerpos que todavía estaban sin reclamar, incluido el número 63, fueron enterraron en una fosa común.

Haydee Posadas muestra la licencia de conducir que llevaba su hijo Wilmer Gerardo Núñez cuando le vendaron los ojos y le asesinaron en México cuando intentaba entrar a Estados Unidos. (Foto AP/Moisés Castillo)

Exhumación

En setiembre del 2013, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y otras ONG que participan en una iniciativa regional de búsqueda de migrantes desaparecidos, denominada Proyecto Frontera, firmaron un acuerdo con la fiscalía mexicana para crear una comisión forense e identificar más de 200 cuerpos de un total de 314 víctimas de 3 masacres de migrantes, entre ellas, la de San Fernando. Los cuerpos que estaban en la fosa común se exhumaron para nuevas autopsias.

Una nueva… ¿Esperanza?

En marzo del 2015, la Procuraduría General de la República (PGR) mandó un escrito a la Corte Suprema de Honduras. Pedía ayuda para localizar a los familiares de dos hombres, uno de ellos era Núñez.

Las organizaciones empezaron a remover cielo y tierra, acudieron a la Iglesia Católica y preguntaron a las Scalabrinianas, unas monjas que trabajan con migrantes y deportados. Una de sus colaboradoras, Geraldina Garay, conocía a un taxista que vivía en la Planeta y el hombre se ofreció a dejar un papel con un teléfono para Posadas en una de las “pulperías”, como se le conoce a las tiendas en el barrio, situada en un callejón detrás de la casa de Posadas. Era finales de 2017.

La anciana miró con extrañeza el trozo de papel con un número de teléfono que le había llevado su vecina. Marcó y la voz al otro lado le dijo que quería verla para hablar con ella de su hijo desaparecido.

De esperanza a luto

Cuando doña Haydee se reunió con los peritos que viajaron hasta San Pedro Sula para hablar con ella, le contaron lo de la credencial y los tatuajes del cuerpo número 63. Antes de acabar el 2017, le tomaron muestras de sangre tanto a ella como a Wilmer Turcios Sarmiento, un joven de 18 años, que todos creían era hijo de Núñez,  fruto de una relación de adolescencia.

En mayo del 2018 les dieron los resultados. Fue una más de las 183 identificaciones de migrantes logradas por el EAAF del Proyecto Frontera.

“Me dolió mi corazón tanto… sobre todo por la muerte que él sufrió, que ni supo quién lo asesinó, con los ojos vendados, las manos amarradas… ahí sí sentí que…”. No acabó la frase y sus ojos se le llenaron de lágrimas.

«Encontrar y perder a un padre»

La prueba de ADN demostró también que Turcios era hijo de Núñez. «Fue como encontrar y perder a un padre al mismo tiempo», recuerdó Posadas que le comentó su nieto, según ella, «el vivo retrato de su hijo».

Esa noche Posadas volvió a dormir, pero en su cabeza retumbaba sin respuesta una sola pregunta, la que más le dolió. “¿Por qué? ¿Por qué tendiendo las pruebas las ocultaron tanto tiempo?”

El informe que le entregaron a Posadas habla de errores en las autopsias, de irregularidades en el manejo de los cuerpos, de contradicciones y pide que se investigue con las autoridades correspondientes de ambos países, Honduras y México, el motivo de la demora en la respuesta a la familia.

Ocho años y tres meses después de la masacre, no hay ningún condenado por los 72 asesinatos y nueve personas siguen sin identificar. Las autoridades mexicanas no quisieron hacer ningún comentario.

Repatriación

El 31 de octubre, Wilmer Gerardo Núñez regresó a Honduras.

El cuerpo llegó al aeropuerto de San Pedro Sula en un embalaje de cartón con una estrecha cinta negra y su nombre escrito a mano. De ahí fue trasladado a la morgue local.

Al abrir el ataúd, un olor a muerte suavizado con productos químicos se apoderó del salón.

Posadas, con una pequeña toalla roja en la mano con la que se secaba las lágrimas y el sudor, se acercó a la caja acompañada de su marido, su hermana y el psicólogo. Una forense del EAAF abrió la envoltura que cubría el cadáver. El rostro era ya una calavera, pero los brazos conservaban parte de su antigua fortaleza y la piel. Le mostró los primeros tatuajes. Posadas no quiso ver más. Era él.

El último viaje de los restos de Wilmer Gerardo Núñez fue a hombros de familiares y amigos que debieron trepar, bajar y esquivar tumbas hasta llegar a la de él. (Foto AP/Moisés Castillo)

Último adiós

Una veintena de personas acompañó a la familia durante el breve velorio organizado en la Planeta. El ataúd ocupaba toda la sala de la casa, que bajo un sol implacable se había convertido en un horno.

Después de ocho años de espera, el último adiós a Núñez no podía prolongarse más.

Un autobús amarillo de la Iglesia Bautista de la colonia Planeta llevó a la familia hasta un diminuto cementerio a pie de carretera.

“Ya estoy segura: es él, es él, doy gracias a Dios”, solloza Posadas antes de derrumbarse junto al ataúd. Ni el conmovedor abrazo de su nieto que casi la cubrió por completo pudo calmar sus lágrimas.

Núñez quedó sepultado sobre su primo, mientras media docena de celulares grababan o retransmitían el momento a través de Facebook para los familiares que emigraron y ahora viven en Estados Unidos.

«¿Dónde está papá?»: su hija que nunca lo conoció

Hoy, las únicas que aún no saben que Núñez murió son sus hijas. La pequeña, Sulek Haydee, ahora de 8 años, cada vez que habla con su abuelita por internet desde Los Ángeles, no deja de preguntarle: «¿Dónde está mi daddy?», «¿Por qué no viene a vernos?». La anciana le contesta, “no puede, mamita, está trabajando», con un nudo en la garganta.

El hijo mayor de Núñez, Turcios Sarmiento, sueña con dejar atrás Ciudad Planeta para ir a Estados Unidos. «Cualquier cosa mejor que esto», dice.

Por su parte, Posadas dice sentir paz por primera vez. Sabe que queda pendiente que se haga justicia, pero ahora reza para que a su nieto se le quiten las ganas de emigrar.

Fuente: elcomercio.pe/AP

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