AFP. «El barco… el ajo… la escoba», retumba un parlante en una calle repleta de un barrio en Ciudad Guayana, Venezuela. Un bingo organizado por la misma comunidad rifa esa noche un auto usado.
Y Zurimar Moya se llevó el Mitsubishi 2007, nada despreciable en un país en que comprar vehículo, así sea usado, es una quimera para la mayoría. Con la figurita del «cacao» llenó su cartón, que sacudía mientras corría para que lo validaran.
«Casi le da una vaina (algo) de la emoción, sentía que el corazón se le iba a a salir», relata a la AFP su hermana, Zulmira, de 44 años, quien «cantó el bingo» porque Zurimar, de 49, quedó perpleja, muda.
Comprar un carro nuevo es cosa de élites por la falta de crédito y una reducida oferta, prácticamente limitada a modelos de alta gama.
Y los autos usados son inaccesibles para habitantes de zonas humildes como Zurimar: el que se rifó aquella noche en el barrio UD-146 de Guayana (estado Bolívar, sur) costó 2.000 dólares.
Recesión
Con una dolarización informal y la flexibilización de controles, la economía venezolana tuvo un respiro después de años de recesión e hiperinflación que pulverizaron el poder adquisitivo.
Y con esos cambios reaparecieron las loterías, que reparten premios de hasta 500.000 dólares, mientras que muchos comercios comenzaron a rifar también autos y motos.
Una tienda de comida fina en Caracas exhibe en su frente una camioneta tipo pick-up 0 km y una moto, que se rifan para promocionar las ventas, explica Nixon Aquino, empleado del establecimiento.
El boleto no es barato: 100 dólares. Hay opciones más económicas, como en el sector popular Catia, también en Caracas, donde en una misma cuadra un abasto rifa una moto, y dos carros usados.
«Queda un poquito más (de dinero) rifándolos que vendiéndolos», señala Argenis Dávila, uno de los comerciantes.
«Reinventarse»
Con la llegada de la navidad, los bingos comunitarios, una vieja tradición, recuperaron impulso, con premios más atractivos y fiestas que se extienden hasta la madrugada con música a todo volumen y mucho trago.
La noche que ganó Zurimar, en la UD-146, en la zona popular de San Félix, más que bingo, se jugó Picoca, versión en la que el cartón consta de figuras. Se vendieron casi 1.500 cartones a 3 dólares cada uno, con lo que se financió el auto y otros premios menores.
Los premios varían: desde vehículos y dinero en efectivo a cestas de comida o cuñetes de pintura.
No hay regulación
Las autoridades no regulan estos eventos, que incluso han sido organizados por bandas criminales que controlan barriadas. Promotores cuentan que «contratan» a policías -con muy bajos sueldos- para custodiar la operación.
Algunos jugadores compran varios cartones que distribuyen a lo largo de sus mesas plásticas, que colman toda la avenida, y otros los exhiben en las maleteras de autos estacionados.
Zurimar tenía «uno nada más», recuerda su hermana. «Decía que con uno nada más iba a ganar». Dato curioso: no sabe conducir.
En el centro la cuadra, en una carpa blanca con una mesa, gira un biombo de madera con las figuritas. Un hombre canta las fichas, con una leve cortina musical. Anuncia una figura, hace una pausa, repite… y pasa a la próxima.
El cuchicheo de la gente es mínimo.
«Es una manera de reinventarse y poder ayudarse porque no solamente el organizador se beneficia, sino la comunidad entera», dice Gilbert Ramos, organizador del bingo en la UD-146. «La participación es grande, familias enteras vienen, se reúnen como si fuera un fin de año».
Gilbert, que con éste completa cuatro bingos, viaja a los mercados para recoger cajas que le sirven para fabricar los cartones, imprime las papeletas con las figuras y las pega. Personas de la misma comunidad los venden y ganan una comisión.
Este fin de semana hay otro, también en la UD-146. Se repartirá dinero, celulares y el premio mayor: una moto y una cerda llamada Juanita.